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CAPITULO 21

Los años perdidos en la niñez de Jesús.
CAPITULO 21

Por aquel tiempo Jesús y su familia se encontraron con sus parientes Zacarías e Isabel, los que tenían un hijo de doce años llamado Juan.
Este muchachito, mayor que Jesús por apenas seis meses, era de temperamento menos caliente y voluptuoso. El pequeño Jesús comprendió después de mucho indagar con su protector, que su amigo no había madurado lo bastante para entender los sentimientos pasionales, ni comprender los fuertes instintos que despierta el placer.
Juan, el hijo de Zacarías, quien después seria conocido como El bautista, Tenia el poder del Profeta Elías, era inteligente y convencía tan solo con su mirada. Físicamente era ligeramente más alto que Jesús y algo mas delgado, pero con formas capaces de deleitar los ojos y cautivar el corazón de un artista por lo perfecto de su corte y lo exquisito de sus detalles.
Zacarías, que era un hombre de edad muy avanzada, era Sacerdote también; en ese tiempo en el pueblo Judío no se era Sacerdote por decisión personal, sino por derecho familiar. Estos tenían el derecho y el deber de cumplir de cuando en cuando las funciones del culto en el Templo de Jerusalén, de este modo pues Zacarías había amasado una pequeña fortuna robando de las arcas del templo todo dinero u objeto de valor que llegase a sus manos.
Este hombre estaba casado con una mujer llamada Isabel, prima de María quien era una mujer frígida, es decir carecía del deseo carnal por lo que Zacarías nunca pudo engendrar con ella descendencia.
Aconteció que una tarde Zacarías estaba en el Templo sirviendo delante de dios, según el orden de su grupo, echaron suerte según la costumbre y el fue designado para entrar en el santuario y ofrecer el incienso de la tarde. Y mientras el permanecía dentro, el pueblo se encargo de violar a su mujer repetidas veces. De esta suerte fue que Isabel concibió al pequeño Juan. Esta mujer se ocupaba bien poco de su hijo, pasaba la mayor parte de su tiempo en el templo en sus deberes religiosos.
Zacarías entonces se sintió mucho mas alejado de su mujer por lo que mantuvo relaciones con una amiga, una muchacha joven y linda que, según deduje, estaba con el gracias al dinero que podía “recoger” en el templo, sin embargo el a pesar de su avanzada edad sentía los deseos carnales muy fuertes, y su organismo aun respondía como el de un campeón.
En tales circunstancias, nada tiene de extraño que sus ojos se fijaran en el hermoso cuerpo de aquel capullo en flor que era el hijo de su amigo el carpintero, el Niño Jesús.
A quien ya había tenido oportunidad de oprimir en sus brazos, y de besar desde luego con aire paternal su blanca mejilla, e incluso de colocar su mano temblorosa, cierto que por accidente, sobre los fuertes y largos muslos.
En realidad Jesús, mucho más experimentado que la mayoría de las muchachos de su tierna edad, se había dado cuenta que Zacarías sólo esperaba la oportunidad para llevar las cosas a sus últimos extremos. Y esto era precisamente lo que hubiera complacido a Jesús, pero era vigilado demasiado de cerca por José, su padre, y por el Sacerdote Jonathán y la nueva y desdichada situación en que acababa de entrar acaparaba todos sus pensamientos.
Jonathán, empero, se percataba de la necesidad de permanecer sobre aviso, y no dejaba pasar oportunidad alguna, cuando el joven acudía al templo para hacer preguntas directas y pertinentes acerca de su comportamiento para con los demás, y de la conducta que los otros observaban con el menor.
Así fue como Jesús llegó a confesarle a su guía espiritual los sentimientos engendrados en el por el lúbrico proceder de Zacarías.
Jonathán entonces aconsejo bien al menor; y lo puso inmediatamente después, a la tarea de succionarle el pene.
Una vez pasado este delicioso episodio, y borrado las huellas del placer, el digno sacerdote se dispuso con su habitual astucia, a sacar provecho de los hechos de que acababa de tener conocimiento.
Su sensual y vicioso cerebro no tardó en concebir un audaz plan.
Desde luego, en el acto decidió que Juan tenía algún día que ser suyo.
Esto era del todo natural.
Pero para lograr este objetivo y divertirse al mismo tiempo con la pasión que indiscutiblemente Jesús había despertado en Zacarías, concibió una doble consumación, que debía llevarse a cabo por medio del más indecoroso y repulsivo plan jamás visto.
Lo primero que había que hacer era despertar la imaginación de Juan, y avivar en el los latentes fuegos de la lujuria.
Esta noble tarea la confiaría el buen sacerdote a Jesús, el que, debidamente instruido, se comprometió fácilmente a realizarla.
Puesto que ya se había roto el hielo en su propio caso, Jesús, a decir verdad, no deseaba otra cosa sino conseguir que Juan fuera tan culpable como él. Así que se dio a la tarea de corromper a su pariente.
Fue sólo unos días después de la iniciación del pequeño Jesús en los deleites del delito en su forma incestuosa que he relatado, y en los que no había tenido mayor experiencia porque José tuvo que ausentarse del hogar.
A la larga, sin embargo, tenía que presentarse la oportunidad, y Jesús se encontró por segunda vez, solo y sereno, en compañía de su padre el carpintero y de Jonathán.
La tarde era fría, pero en la estancia reinaba un calorcito placentero. Los suaves y mullidos asientos que amueblaban la habitación proporcionaban a la misma un aire de indolencia y abandono.
A la brillante luz de una lámpara los tres hombres parecían elegantes devotos de Satán, cuando se sentaron, ligeros de ropa, después de comer.
En cuanto a Jesús, estaba por así decirlo excedido en belleza.
Vistiendo solo su túnica de siempre, que medio descubría y que medio ocultaba aquellos encantos, de los que tan orgulloso podía mostrarse.
Su mirada pícara medio cubierta por sus cabellos alborotados, sus brazos, fuertes y torneados, bíceps bien formados, sus piernas duras y largas, su pecho palpitante, en el que se levantaban dos fresas frescas, las estrechas caderas, unas redondeadas nalgas y un vientre tan plano como una tabla que se extendía hasta muy abajo donde oculto y apresado babeaba su sexo infantil; eran encantos que, sumados a otros muchos, formaban un delicioso conjunto con el que se hubieran intoxicado las deidades mismas, y en las que iban a complacerse los dos lascivos mortales.
Se necesitaba, empero, un pequeño incentivo más para aumentar la excitación de los infames y anormales deseos de aquellos dos hombres que en dicho momento, con ojos inyectados por la lujuria, contemplaban a su antojo el despliegue de tesoros que estaba a su alcance.
Seguros de que no habían de ser interrumpidos, se disponían ambos a hacer los lascivos juegos que darían satisfacción al deseo de solazarse con lo que tenia a la vista.
Incapaz de contener su ansiedad, el sensual padre extendió su mano, y atrayendo hacia él a su hijo, deslizó sus dedos entre sus piernas a modo de sondeo.
Por su parte el Sacerdote se posesionó en su dulce pecho, para sumir su cara en el.
Ninguno de los dos se detuvo en consideraciones de pudor que interfirieran con su placer, así que los miembros de los dos robustos hombres fueron exhibidos luego en toda su extensión y permanecieron excitados y erectos, con las cabezas ardientes por efecto de la presión sanguínea y la tensión muscular.
-¡Oh, qué forma de tocarme! -murmuró Jesús.
Abriendo voluntariamente sus muslos a las temblorosas manos de su padre , mientras Jonathán casi lo ahogaba al prodigarle deliciosos besos con sus gruesos labios.
En un momento determinado la certera mano de Jesús apresó en el interior de su cálida palma el rígido miembro del vigoroso sacerdote.
¿Qué, amorcito, no es grande?... Si supieras como arde en deseos de expeler su jugo dentro de ti.
¡Oh, cómo me excitas!... Tu mano, mmm... ¡Me muero por insertarlo en tu culito!
¡Bésame Jesús!... ¡Eh carpintero, vea en qué forma me excita su hijo!
¡Qué carajo!... ¡Ve, qué cabeza la suya! ¡Cómo brilla! ¡Qué tronco tan larga y tan blanco!
¡Y obsérvala encorvarse como si fuera serpiente en acecho de su víctima
¡Ya asoma una gota en la punta!... -¡Oh, cuán dura es! ¡Cómo vibra!
¡Cómo acomete! ¡Apenas puedo abarcarla!
¡Me mata con esos besos, que me chupan la vida!
José hizo un movimiento hacia adelante, y en el mismo momento puso al descubierto su propia arma, erecta y al rojo vivo, desnuda y húmeda la cabeza.
Tenemos que establecer un orden para nuestros placeres,
Jesús; dijo su padre. Debemos prolongarlo lo más que nos sea posible nuestros éxtasis.
Jonathán es desenfrenado... ¡Qué espléndido animal es!
¡Hay que ver qué miembro!... ¡Está dotado como un gran semental!
¡Ah! Hijito mío, mi criatura... Con eso va a dilatar tu culito.
La hundirá hasta tus entrañas, y tras de una buena carrera descargará un torrente de leche para placer tuyo.
-¡Qué gusto! -murmuró Jesús-. Anhelo recibirlo hasta mi cintura.
Sí, sí. No apresuremos el delicioso final, trabajemos todos para ello.
Hubiera dicho algo más, pero en aquel momento la roja punta del rígido miembro del carpintero entró en su boca. Con la mayor avidez Jesús recibió el duro y palpitante objeto entre sus labios, y admitió tanto como pudo de el.
Se aferró más aún al miembro del lúbrico progenitor, y su juvenil y estrecho ano palpitaba de placer anticipado.

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